No es sólo un juego, no lo es, no para él, no para mí... es mucho más.
Tal vez comenzó siendo sólo eso... un juego. Como la oca, o el parchís, pero un tanto más complicado. Un juego nuevo, que aprender, y tal vez luego acabar arrinconando, sólo eso... sólo ajedrez.
Hace ya dos años y medio que mi hijo descubrió el juego del ajedrez. Entró en su vida de improviso, por casualidad. Mi hermano celebraba sus 40 primaveras en una casa rural, y quiso el destino que en el cajón de juegos hubiera un tablero y unas piezas de ajedrez.
Él nunca había visto ese juego, y fue su prima la que le enseñó a mover las piezas y a jugar. Ha llovido mucho desde esas primeras y torpes partidas contra mi sobrina junto a la lumbre.
Cuando volvimos a casa, el gusano del ajedrez había despertado en él, y empezó a jugar con su padre, utilizando una aplicación de teléfono. No pasó demasiado tiempo, hasta que fuimos a una tienda a conseguir nuestro primer tablero y su correspondiente y flamante juego de piezas.